MORIR DE AMOR





                                                                                                                       Originalmente inspirado en Melina y Christian


Un halo espléndido de oscuridad-montaña penetró la brisa de la casa del muerto. A través del cristal empañado por la luz, vislumbré una silueta de humo deslizándose hacia la pared lateral que separaba la sala de estar de la biblioteca. Cientos de años después uno podría volver la mirada hacia esa ventana sólo para hallar una silueta humanoide. Pero regresemos en el tiempo, varios siglos atrás…

Decían que la única mujer capaz de revivirlo no quería saber más de él. Andaba por los rincones azotando el aire. Sus ropas mustias y herrumbrosas provocaban un abigarramiento que penetraba las paredes y castraba el goce cotidiano de los vivos. Rara vez salía de la casa que le heredó su abuelo, pocos se cruzaban en su camino, pero cuando eran niños los que le veían, se alejaban corriendo aterrorizados, “¡Está penando el muerto!”, gritaban a modo de aviso. Entonces todos volteaban a mirar, pero el muerto se escurría por las calles tan subrepticiamente que encendía lagunas selectivas.

Hubiera sido casi un milagro verle de cerca lo suficiente como para intentar escuchar algún signo vital emanando sonidos tenues de sus posibles órganos. Todos en el pueblo se preguntaban por qué no se iba a descansar con las demás almas al paraíso. Dependiendo de la religión que profesaba, y si es que había sido bueno. De cualquier manera, este muchacho, por más lóbrego y oscuro, jamás le hizo mal a nadie; si alguna vez deseó algo intensamente, fue morir. Pero ya estaba muerto, ni toda la magia de Disney podría revivirlo. Excepto quizás ella.

El día martes salió de casa a las 9.48 a.m. Se deslizó por la calle como una brisa imperceptible, pasó cerca al puesto de revistas; reconocer su rostro en el papel impreso le sorprendió arduamente. Era Filomena; aparecía vestida con un ajuar blanco abrazada de un hombre con sonrisa de luna. El muerto no fue capaz de reprimir su dolor. Gritó. Gritó con los huesos expuesto y, a continuación, hizo algo inaudito cuando no inútil: se lanzó al asfalto enloquecido. Unos cincuenta carros lo arrollaron esa mañana.

Al día siguiente, los niños más curiosos visitaron sigilosamente la casa de los ancestros del muerto. Uno de ellos se asomó por el cristal de la ventana. Mientras los demás hurgaban en el jardín marchito en busca de piedras mágicas, Hiram pudo ver claramente cómo se levantaba del suelo una silueta negra de humo.



¡Dedica este cuento a un ser amado!
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